Aún llevo el peinado de ayer, bueno al menos en estructura,
se forman mechones gruesos, a manera de tanas, la parte izquierda con un
incipiente cacho y sin descontar el remolino que llevo atrás, me ha gustado,
si, me ha gustado el peinado de ayer, aunque en realidad siempre es el mismo o
al menos eso quiero conseguir, pero no siempre es el mismo en sí; hay algunos
factores: como la grasa del cabello, mientras más grasoso menos esponjoso y más
difícil posicionarlo, el crecimiento también influye, el tamaño de ayer no es
el mismo al de hoy a menos que contengas una incipiente calvicie, que de
momento, todavía no. Pero sobre todo es la actitud con la que despiertas, la
cual la demuestras en tu peinado, esa forma estética que te lleva a bien o te
asienta más feo.
Quedarme detenido en el espejo, con el reflejo de un rostro
trasnochado, mal dormido y un tanto alcoholizado; no más.
Odio no tener un rehidratante a lado, es más que tedioso
esforzarte a bajar las escaleras, caminar con el sol del mediodía y pedirle al
que despecha lo más frío que tenga; pero peor es no atreverte a salir como
estas, en piyama, con pinta de recién levantado y con la apariencia de que ayer
estuvo buena, por eso trato de echarme un poco de agua, mejorar en algo el
peinado de ayer, ponerme un buzo que aparente distinto a los ojos de los demás
y ponerme las zapatillas sin medias, porque al rato vuelvo y no merece ensuciar
unas limpias; pero lo que sí es execrable es llegar a la tiendita de siempre y
encontrarte con que no hay ninguna bebida fría porque el congelador anda
desenchufado, ¡Maldita sea!
Ver el reloj de la cocina, de contorno rojo oscuro y
amarillo por dentro, mi primo se lo trajo a mi abuela en uno de sus
intercambios estudiantiles de Alemania o al menos yo me quede con esa idea;
haciendo hora, esperando a que el rehidratante enfrié y sea bebible, no van ni
cinco minutos y ya quiero desenroscar y hacerme de aguas corazón.
De momentos me viene la palpitación punzante en el cerebro,
la que me indica el malestar pos borrachera, ha quedado unas gotitas azules en
la botella de plástico un tanto maltrecha por la fuerza de mi mano al empujarme
todo el líquido que podía extraer para mis adentros y no me ha calmado.
Me tiendo en el sillón con el cuerpo más desparramado de lo
que yo creía estar, dije no más mezclas, pero el ron, pisco y cervezas
confabularon cada uno en su turno y ahora me veo medio trizas, medio impar,
medio enfermo. Prendo el televisor, me quedo echándole ojo a una repetición del
Abierto de Australia, no puedo con las repeticiones en los deportes, es
distinto ver una competencia en vivo, en el mismo momento que se realiza a ver
una repetida por más que no sepas el resultado, es distinto en las películas,
tienen esa magia de verlas una y otra vez, no con todas, pero las hay, sin
embargo, ando tan moribundo que no objeto la repetición del tenis y ahí estoy, viendo
la pelota verde pasar, pasar y pasar.
¿Quién carajo toca el intercomunicador? Suena con
insistencia, como pidiendo ayuda, preferiría no levantarme, hacerme de los
oídos sordos, no estoy para atender a nadie, pero lo tengo tan cerca y el
timbre suena tan seguro, no parece ser uno de esos vendedores de mil
herramientas para el hogar que nunca compro, por más que tal vez necesite
alguna.
-
¡Mario! Al fin contestas hombre, estoy que te
llamo al celular y dale con que deje su mensaje –me dice Lucho.
-
Lucho, que manera de joder la tuya, ¿ahora qué
quieres?
-
¿Cómo que quiero? Un cebichito para cortarla,
abre la puerta, que de seguro te demoras como una reina para alistarte.
Era por gusto demorar más la situación o denegarme a su
petición, Lucho era así, insistente a más no poder, cuando se le metía algo a
la cabeza tenía que conseguirlo, aunque le cueste tiempo y dedicación, muy
contrario a mí, apreté el botón para que la puerta de abajo se abra y en
cuestión de segundos Lucho ya estaba en mi tercer piso.
-
No puedes vivir más abajo, estas graditas me
matan, ¿tienes agua? Invítame un poco.
Lucho no esperó mi respuesta, fue a la cocina, agarró un
vaso, se sirvió el agua de una botella y me reclamó que no tuviera nada para
comer y de la misma manera salió con un pan con queso en la boca.
-
¿Carajo sigues ahí? Corre báñate de una vez por
el amor de Dios – me increpó.
Con la pesadumbre de mi cuerpo acallado me levanté en
dirección al baño, abrí la puerta, me desnudé y cayó el agua fría en mi cabeza,
es estabilizadora en momentos como éste. Pero hay otros días, sobre todo en las
madrugadas de las seis, cuando el ambiente recién empieza a tomar otro panorama
y se va tibiamente calentando, que esperas a que caiga el agua más caliente, la
que choca a tu cuerpo y sale el vapor que empaña el espejo.
Fue en ese preciso momento, cuando el agua había acaparado
la totalidad de la piel, que me vinieron las palabras de Lucho, mi celular
estaba apagado, intuí que la batería se había terminado, estos aparatos
mientras más tecnológicos solo duran horas. Y sí, como chispazo neuronal, me
vino Cecilia, su llamada de ayer, mi indiferencia revanchista y su urgencia de
verme en ese momento. ¿Habrá vuelto a llamar? ¿Habrá dejado algún mensaje?, es
cierto, no la escuchaba bien, no era una excusa con aroma a mentira, pero si
pude extraer que teníamos una cita en el Zodiaco y de suma urgencia.
-
Apura – Lucho golpea la puerta con insistencia.
Tengo la costumbre de demorarme en la ducha por más que el
tiempo insista en que estoy tarde, salí con mi toalla amarilla amarrada a la
cintura, me dirigí a mi habitación y en cuestión de minutos estaba
moribundamente listo.
El trayecto fue una mierda, no lo podría describir mejor,
por dos motivos, al sentarme en el vehículo bombo parlante de Lucho, sí, esa
maldita costumbre de demostrarle al mundo que a él le gusta la música, la
bulla, el escándalo. No paraba de retumbar mi cerebro con la combinación del
movimiento: el freno, el volver a avanzar, el parar, el doblar a la izquierda;
mi estomago había enrumbado en un posible vomito, hice el gesto de arquear mi
ser, ya casi se me salía el lamento de ayer y lo único que recibí de mi amigo
fueron dos afirmativas palabras: ¡este huevón!
El segundo motivo, me dolía más, aunque mi malestar no era
un dolor en sí, es una especie de querer desaparecer del mundo hasta sentirte
bien pero sabes que al rato o muy al rato va a pasar. Sigamos, me dolía no
haber cargado mi celular, con la premura e insistencia de Lucho por salir al
reparador pescado bañado en limón con sus tres, tres cervezas bien heladas. Más
que un dolor era un lamento curioso, quería saber si Cecilia había vuelto a
llamar o me había dejado un mensaje, eso, un mensaje, quería escuchar su vos,
su reproche por no haber asistido, tal vez se le salió un insulto o me definió como
un simple idiota que no sabía a quién me perdía con ese desplante.
Llegamos a la cebichería “El pirata cojo”, andaba abarrotada
de personas, el mozo con unas señas nos indico una mesita al fondo, muy al
fondo, la menos posicionada del local, la más vieja también, la reprochada por
todos y justa para nosotros. El mareo ya había bajado, aún sentía revolcar mi
estomago pero en menor grado, en cuestión de minutos me fui normalizando,
llegaron las cervezas, el cebiche de pescado y ya nos veíamos pidiendo canchita
otra vez.
Lucho me hizo unas señas con la mirada, en la mesa de al
frente habían tres chicas, mira que buena esta la morena, matadora. A las
justas posé la mirada en ella cuando divise dos mesas más atrás a Cecilia, ¿es
ella?, me la quede viendo durante varios segundos, andaba de perfil, su rostro
de color blanco crepe que le daba esa tonalidad perfecta, no tenía una nariz
respingada pero era el punto exacto para su rostro, su cabello castaño claro, los ojos no se llegaban a notar bien pero sus
labios, sus labios me dejaron dudas, eran delgaditos, adentrados a la boca.
-
¿Qué miras? ¿no me digas que te gustan ahora las
maduritas? – resonó Lucho.
-
Creo que es de la chica que te conté.
-
¿Cómo que crees? ¿es o no es?
-
Tengo mis dudas, solo la he visto una vez en mi
vida.
-
¿Cómo que una vez? ¡No jodas hombre! –prosiguió Lucho-
me estás diciendo que andas interesada en una cuarentona que solo la has visto
una vez en tu vida, no está mal, pero ni siquiera sabes que se trae.
Recuerdo sus labios, mejor dicho su sonrisa, esa que me
regaló apenas abrí la puerta del departamento en alquiler, claro que no podía
ser ella, no se ajustaban sus labios a tan hermosa mueca que me hizo, no eran
demasiados carnosos pero eran más gruesos y rosados, no blanquecinos y delgados
como esta Cecilia que intento ver.
Igual me la quede viendo todo el rato, no deje de posar mi
mirada a esa mesa, tanto, que una de la chicas de la mesa de al frente se puso
nerviosa, pensaba que le dirigía la mirada a ella pero esta vez andaba
equivocada.
-
¿Por qué no te paras y vas a saludarla? – arremetió
Lucho.
-
Estás loco, ni siquiera sé si es ella, ¿para qué
voy a ir?, además mira, parece que esta con su esposo.
-
Excusas, ni aunque sea Gaby la que estuviera en esa
mesa te pararías.
-
Con Gaby es distinto.
Lucho estaba en lo cierto, tenía una deficiencia, no sabía
encarar, me era dificultoso mostrarme ante una persona, tal vez por ahí se va
el amor de mi vida y yo solo asiente en decirle chau; era una especie de tímido
con miedo al ridículo.
No sé en qué momento se fue la supuesta Cecilia, pero cuando
volví a posar la mirada ya estaba el mozo pasando el trapo y agitando el
limpiador.
Más que nunca la curiosidad me absorbía, quería pedir la
cuenta, coger un taxi, llegar a mi casa, cargar el celular y escuchar el buzón
de voz. Llegué a la conclusión que la chica que se parecía a Cecilia no podía
ser ella, aunque dudo también que me haya visto en algún momento, tal vez si se
fijaba en mí podía notar si había una expresión admirativa en ella; igual no la
vi del todo, los rostros tienden a cambiar, no es lo mismo un rostro entero a
un medio rostro, el perfil tiende a engañar, te puede parecer atrayente alguien
y cuando voltea del todo ya dejó de serlo.
Cuando andas pensando en alguien, cuando ese pensamiento se
vuelve constante y fuerte es común encontrártelo en sueños o encontrar en otros
rostros el rostro de ese alguien, en el caminar, en la anatomía de espaldas, en
la cercanía de las gafas oscuras, puede ser, tal vez lo sea o anheles que sí.
Apuré con el plato de cebiche, me induje mote y camote de un
bocado, dando marcha atrás al abultado picadillo de cebolla, con la cuchara
metí pescado bañado en leche de tigre y en un dos por tres ya estaba terminando
el último vaso de cerveza.
Esperé a que Lucho terminará y hasta le objete que comía
lento, rara contradicción, me preguntó si pedíamos un par de cervezas más, negué
con la cabeza con una mueca de ya no dar más; subimos a su carro, enrumbamos
por la av. Belaunde, debimos voltear y entrar a la Ejército, sorpresivamente seguimos
de frente por la av. Cayma; claro que me urgía llegar a mi casa, lo ansiaba más
que nada en el mundo, Cecilia me debía necesitar aún, ya no podía esperar más,
sin embargo, Lucho ya me tenía preparado otros planes.