2 abr 2017

La distancia que nos separa


Ahora que quisiera acompañar este texto con alguna foto de ese domingo, me veo con la sorpresa que no tomé ninguna desde mi celular. No tengo fotos de aquel día, en ningún momento saqué el móvil para capturar los parajes de aquel domingo entre nosotros, no lo necesité, fueron varias horas entre tu compañía, el silencio y la naturaleza los que albergaron un momento que en tus palabras lo sentenciaste como un “lindo día”.

No es que no haya tomada ninguna foto, todo lo contrario, te pedí que sacaras tu cámara fotográfica y apenas al bajar del auto, ya en la placita de Chiguata, activé el lente para dar rienda suelta a mi instinto de fotografiar todo lo artísticamente posible, por eso sales en varias de ellas, porque tú eres lo más artístico que he fotografiado, aunque a veces me regales esa cara de poto con su letrero “deja de tomarme fotos” o tenga que empujarte al paisaje para que tú también salgas en él. 

Mi celular empieza a marcar, me contestas con esa voz entre sorprendida y preocupada, temes que ya este afuera de tu casa y sea mi enojo el que tenga que esperar que te alistes, sin embargo, yo también me he quedado dormido y mi llamada es solo de prevención, que salgo en 20 con dirección a tu casa.

Te has subido al Chevrolet azul, te he propuesto ir primero al súper de la plaza de armas a comprar algunas cosas para nuestro día de paseo, que te gusta más el mango pero yo adoro el maracuyá, por eso hemos adquirido los dos jugos para conciliar nuestras posturas hidratantes. Aprovechamos tomar un café en esa sanguchería de la calle Mercaderes, que cada vez te gusta menos; fue de ese lugar la primera vez que te llevé un sándwich a manera de lonche, almuerzo y cena en tus días totales de interminable sufrimiento en la universidad.

Terminado el café, vamos a buscar el carro al estacionamiento para en rumbar a ese distrito tan arequipeño y tan cercano al Misti pero poco conocido por la mayoría de arequipeños, Chiguata tiene una iglesia de sillar del año 1540, sillar traído desde las canteras de Añashuayco, una plaza bien simpática, algunas picanterías que abren los domingos y algunas casitas a su alrededor. Mientras vamos caminando por alguna de esas callecitas de tierra y guano, voy capturando algunos momentos de tu juventud, esa que me ha enamorado desde hace mucho y que se ha ido hilvanando entre mis venas, porque te mentiría si te digo que en estos cuatro meses de lejanía no te has pasado ni un solo día por mi mente.

Vamos platicando de todo, hay tanto de que hablar, tanto de que contar y mientras nuestras voces se cruzan en telegramas informativos de risas inmediatas, vamos subiendo un cerrito para poder coger el paisaje completo del pueblito de Chiguata, su campiña y sus andenes. Me cuentas que te fuiste a Cuzco por unos días, eres piadosa al decirme que te fuiste sola, no te lo refuto pero en el fondo sé que estuviste con Manolo, que caminaste con él por algunos parajes que nosotros habíamos hecho nuestros, me pregunto si te acordabas de mí y si tenías esa hidalguía, tan tuya, de mencionarme y repetir una y otra vez mi nombre.

Sé que fuiste al “Mirador” donde se ve la esencia de la ciudad incaica, ese rinconcito al cual volveríamos siempre, en cada viaje que vayamos, indistintamente de nuestras compañías o nuestras soledades. Lugar en que te di el primer poemita que te escribí, que prometiste publicar en tu red social pero que se traspapeló entre tus sentimientos de inseguridad.

Ya vamos llegando a la cima del cerrito, bromeas con mi físico, y tienes razón, cuesta subir con esos kilitos demás, que por cierto, tú también traes, perdón por la infidencia.

No sé cómo me he postrado en una roca con dirección al horizonte, desde la cima se puede percibir la inmensidad de la vida, la simpleza de las cosas… los campos, la torre de la iglesia, las casitas con calamina, uno que otro corral en la llanura. Tú te has quedado detrás de mí, sentada en otra piedra, contemplando el silencio, es tan bello todo desde acá arriba, que por algunos minutos nos quedamos callados para percibir esta paz que sentimos. No he volteado a verte, pero me siento tan seguro que estés detrás, cuidándome las espaldas, siempre observando mis movimientos, mis equivocaciones, mis reiterados errores. Me gustaría que siempre estuvieras ahí, guardiana de mi camino, y que mientras yo voy enrumbando el horizonte nubloso que nos presenta la vida, tú seas el apoyo constante para encontrar el sol.

También aprovechas un instante para observarme… sí, el chico que tienes delante, no sabes cómo te sigue queriendo tanto, a pesar de las intermitencias, de los malos ratos, de tus indolentes desplantes, sigue ahí, increíblemente, sigue ahí. Y te das cuenta que lo extrañaste todos estos meses, que muchas veces tuviste ganas de escribirle por el WhatsApp para contarle algún hecho que sabías que le iba a gustar, se iba a reír o simplemente te iba a decir “te lo dije”; en muchas ocasiones te habías acordado de él, porque aunque nunca lo admitas, lo querías pero… siempre un “pero” era la distancia que marcaba en definitiva su confín entre los dos.

En ese momento me da ganas de voltear y decirte algo, pero todo anda silenciosamente bello, que no sé qué podría decirte para que suene igual de bello; me dan ganas de llorar, de decirte que no fueron fáciles estos meses, sobre todo las primeras semanas, esa sensación de añoranza por alguien que has perdido y que sabes que no va a volver, esa sujeción de buscar abrazarte en las paredes de mi habitación sabiendo que no estás. Sin embargo, ya no tiene mucho sentido decirlo, cuando estas acá, a dos metros a mis espaldas, que no estoy entre paredes sino en todo este panorama inmensamente natural y abrazador.

Ya vamos descendiendo, dudamos del camino de retorno, tú con tu poca orientación y yo siempre con las ganas de seguirte, por más que no sea el camino correcto. Volvemos a la plaza del pueblo, entro un rato a la iglesia mientras tú deambulas por las banquitas del parque, subimos al carro y nos dirigimos a un bosque de eucaliptos, paseamos en él, encontramos algunos hongos, te sorprendes porque nunca habías visto uno, y a mí todavía me sorprende tu afirmación.

Me dejas tomarte algunas fotografías en el bosque, dale, regálame una sonrisa, y me sacas el dedo del medio, tú siempre tan romántica; volvemos al auto para sacar la mantita y las bolsas de comida para hacer nuestro camping, preparamos los sándwich, tomamos los jugos, un poco de fruta no está nada mal, aun no entiendo como no te puede gustar el melón y terminamos con nuestro postre, muy a producto Gloria. Mientras tanto, voy enseñándote ese jueguito de mesa del gran Uwe Rosenberg y ya en la segunda partida me vas ganando, esa habilidad tan tuya de aprender rápido los juegos, ¡vamos por la revancha!

La tarde se va adelantando, la percepción del frio va en aumento y algunas gotitas de este clima serrano nos han caído al rostro, ya va siendo hora de volver, te voy contando algunas cosas en el camino de retorno y tú me vas preguntando otras. Qué rápido pasa el tiempo entre nosotros, ¿Cuántos domingos nos quedarán?, cuántos por descubrir nuevas cosas, conocer nuevos lugares, vivir nuevas experiencias, esta forma tan nuestra que tenemos de  aburrirnos inútilmente.

Ya vamos divisando la ciudad, se puede apreciar  las grandes ranuras de extensión que va teniendo por doquier, y mientras nos acercamos por la carretera, también nos vamos topando con la realidad, esa que ya no es mía, y que no son las casitas de esteras sin pistas ni veredas, es algo más punzante, porque allá abajo te espera Manolo, tu chico.


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