Después de tantas cavilaciones, se me ocurrió, enrumbar a mi antigua casa, una zona distante, solitaria, sin vecinos y con una primordial vista panorámica de la ciudad.
Al llegar, la calle estaba tan vacía como siempre, un cumulo de basura se arrinconaba en la berma, una lógica física me concluye a determinar que hay algo en el ambiente que hace amontonar basura frente a la calzada de mi antigua casa; estaciono frente al portón negro con aparente oxidación, descendemos de mi vehículo, un Nissan Sentra Clásico del 96, y ya nos vemos en la sala semivacía conversando, preparándonos algún licor, bailando lo poco bailable que se encuentra en mi computador portátil, soltando risas y comentarios desatinados (eso viene por parte mía), y después de tantas indecisiones, tantas idas y venidas, asientos y salidas, concluimos que acertamos con mi ocurrencia.
Al salir, ahí lo veo, inestable, medio bailable, manteniendo un equilibrio insospechado, ¡claro que lo veo! Mi Nissan del 96 con dos neumáticos menos, encolerizo de un momento a otro, me sumerjo en una risa interrogativa ¿la fiebre del caucho en pleno siglo XXI?, acá no hay leopoldos, ni Force Publique, ni capataces, ni chicotes, ni látigos, ni congós, ni amazonas; lo que acá hay son ¡rateros!
Y ya me veo, en la mañana, yendo a uno de esos mercadillos informales, recomprando “mis” neumáticos, pagando el valor agregado a un objeto de mi pertenencia, que fue hurtado de momento.
¿Me siento estafado? Ahora me pregunto cómo se sintieron esos caciques de las tribus del Congo, les llevaron regalos y les ofrecieron civilización, comercio y cristianismo, ellos firmaron sin saber leer ni escribir, pero un aspa era suficiente para hacerla valer por firma y así los de la Force Publique se valieron de un simple papel, adquiriendo derechos inexistentes para abusar de los pobres “caníbales”; cómo se sintieron esos nativos del amazonas que se endeudaban por adquirir objetos “civilizados” al quíntuple de su valor original, por eso tenían que servir a la “Casa Arana” hasta cancelar su supuesta deuda.
La codicia del hombre es capaz de alterar una naturaleza incipientemente buena, con los años su ser se vuelve egoísta y es capaz de las peores maldades con tal de conseguir poder y riqueza, y una fuente de riqueza era el caucho, que mejor que conseguirlo con unos seres incivilizados y paganos, que podrían ser maltratados, esclavizados, mutilados sin costo alguno; imponerles el miedo y el terror con armas y torturas “civilizadas” era el progreso.
¿A quién se le ocurriría denunciar este progreso civilizado? Sólo un ser novelesco sería capaz de oponerse a la civilización, Roger Casement, británico y protestante, tuvo el coraje de vivir y viajar por esas tierras inhóspitas, acostumbrándose al clima selvático, de padecer enfermedades que iba adquiriendo y luchando con las que ya traía, de aguantar tanta barbarie y no voltear la mirada, de recomponerse de lo que psicológicamente era imposible, y sobre todo, de denunciar las atrocidades que se perpetraban en el Congo y la Amazonia, de redactar informes que dieran alguna esperanza a los esclavizados indígenas.
Roger Casement, irlandés y católico, él también era un esclavo de la corona británica, sin duda, una esclavitud más civilizada, porque no solo se necesita de barbaries inhumanas para darse cuenta de la prisión donde vives, sus hazañas por el mundo no solo le regalaron reconocimiento sino que también le regalaron ansias de “libertad”.
Murió ahorcado, un ser que lucho por los demás, tuvo errores y aciertos, quizá murió héroe o villano, tan solo sé que Vargas Llosa me regalo una novela que me hizo conocer a un humano imperfecto y bueno, me hizo envidiar a un irlandés y católico. Murió sin saber que su patria sería libre pocos años después, pero quizá él era de esas personas que se tenían que sacrificar para que algo empiece andar; bien se lo dijo el joven Plunkett: “Hay algo que usted no ha entendido, me parece. No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?”.
Al regresar, en mi Nissan del 96, con mis llantas nuevamente adquiridas, me para un policía, se me acerca y me pide mi permiso de lunas polarizadas, le digo que no tengo, haber enséñeme sus documentos, tampoco tengo jefe.