29 mar 2016

Paulina y Edgar

Boquía-Salento

-              ¡Hijueputa! –  Le soltaba Paulina a Edgar, en esa pelea entrelazada por los cuerpos amantes.
-          Malparida – Le contestaba Edgar, en la sensibilidad de la noche los grillos retumbaban el valle.
-          Suéltame Edgar, me está doliendo – Y Edgar la sujetaba más fuerte, mientras un cuerpo estaba encima del otro.
-          Es en serio Edgar, ¡ya suéltame! – Él hacía su cuerpo a un lado para dejarla libre. Ella respiraba el momento para saltar encima suyo y llenarlo de improperios –  ¡Eres un tarao! – Arremetía Paulina.

La rutina de insultos y caricias grotescas ya llevaba varios minutos, haciendo tambalear la carpa en la cual había tres personas más, Raúl, a lado de la pareja, Nicolás, a lado de Raúl y yo (Mario), al final de la carpa.

Mientras Raúl tomaba el pisco peruano que le hacía entrar en calor, Nicolás trataba de hacer funcionar sus megas para comunicarse con su novia arequipeña a kilómetros de distancia y yo trataba de concentrarme en la lectura de mi Kindle –la última novela de Juan Gabriel Vásquez-  pero veía de reojo a Paulina y Edgar y no hacía más que sentir envidia por ellos, porque hasta cuando se peleaban se querían y el enojo de Edgar era una forma de decirle “te quiero.” Y yo tenía muchas ganas de querer así.

-          Ya estarse quietos malparidos – gritaba Raúl – me voy a poner en el medio de ustedes dos, así no se puede marica.

Yo dejaba de lado el juicio de Rafael Uribe Uribe que describía Vásquez en su novela, para verlos y echar una gran carcajada, esa pareja de atolondrados me divertía, hacía sentir vivo su amor, me gustaba sus formas, esas nada caballerosas que tenían de quererse.

Estábamos en Boquía, una zona de camping en el hermoso valle del eje cafetero, todo era tan tranquilo, me sentía feliz por acampar después de muchos años, renunciando a las comodidades de un colchón, una pared y un foco. Nada como estar incomunicados, sin wifi que me conecte a los míos, allá a kilómetros de distancia, salvo por una excepción, quería saber de Sol, quería comunicarme con ella un ratico, preguntarle cómo estaba.

Pero más que eso, me hubiera gustado que estuviera aquí, en este valle de ceja de selva, que nos recibió con un gran estruendo de aguacero apenas bajamos del bus y con el transcurrir de minutos se había despejado, pero ella no lo estaba y tampoco había medio por el cual yo podría comunicarme, quizás podría pedirle megas a Nicolás, pero sentí que nos haría bien estar incomunicados algunos días.

-          ¡Hijueputa!  ¡Mis orejas! –  gritaba Paulina –. No había forma de seguir con la lectura, ellos me cautivaban con sus modestas formas de jugar.
-          No me pongas las medias en la cara Pau – rechinaba Edgar.
-          Me acaloro, me acaloro – de pronto soltaba Raúl.
-          Mario mézclate más por favor – decía Nicolás.

Yo buscaba la sprite y el pisco para sacar una rondita más.

Mientras la temperatura del pisco hacía sus efectos en Raúl, la pareja se iba calmando después de la furibunda pelea romántica, a Nicolás se le iban las megas con un último mensaje. Todo ya parecía dormir en la carpa. De pronto el cierre de la carpa ¡se abrió! Todos miramos y una brisa de aire entró y el silencio se apoderó de todos.

-          ¿y eso? – dije yo.
-          No sé marica –  dijo Raúl.
-          Un espíritu – dijo Nicolás.
-          Se bajó el cierre nomás – argumentó Paulina.
-          Anda hijupueta, alguien abrió ese cierre – sentenció Edgar.

Nadie se paró, esperábamos que alguien entrara, no había ningún ruido fuera de lo que la naturaleza nos daba.

-          ¿Quién va a ver? –  dijo Nicolás.

Algo de miedo había en el ambiente, nadie dijo yo, nos quedamos callados por algunos segundos, el cierre se había bajado unos 30 cm de un solo tirón, como si alguien lo hubiera impulsado.

Desde hacía rato tenía ganas de salir a orinar y fumarme un cigarro, así que les dije a los demás que yo iría.

-          Con cuidado hijo – me dijo Raúl.

Salí con algo de temor de la carpa, busque mis zapatillas que reposaban ahí afuera, me las coloqué, miré un vistazo alrededor y no había nada, caminé unos metros para poder orinar, mientras lo hacía me quedé viendo la luna amarilla, completamente despejada, y las estrellas, las tres Marías o los reyes magos, terminé y me alejé unos pasos, el miedo se había dilucidado, saqué un cigarrillo de la caja y empecé a sacarle humo.

Volví a ver las estrellas y me acordé de Sol y la orilla de la playa, a casi nada que había terminado el verano; recordé esa noche en la oscuridad de la mar, ya hacía más de un mes de aquello, abrazando a Sol por la cintura, mientras buscábamos distintas imágenes en ese cielo nocturno, tratando de buscar alguna forma nueva y de pronto ella me dijo, “ves ese corazón”, y ahí en lo alto del firmamento las estrellas dibujaban un corazón nítido formado por los astros ardientes.

Busqué y no había nada que dibujara ese corazón estrellado, pensé en ella, más que nunca, y la extrañe de forma irreversible, y mi corazón lo sentí a cientos de kilómetros con ella, porque ahí había decidido que descansara, en el firmamento de su mirada.

Termino el cigarrillo y decido regresar a la carpa, nadie me ha esperado, nadie pregunta que fue, ya todos duermen.

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