12 ene 2011

50 años


Para Juan Tomás Trinidad Lozada Barreda, el abuelo que nunca disfruté.

Nací sabiendo de tu muerte, nunca tuve curiosidad de saber más, y hoy que escribo tu nombre, trataré de hurtar en mi memoria para saber algo más de ti; en aquel armario de la abuela se guardaba tu terno, ¿Por qué ninguno de tus hijos lo uso? Simple, nadie alcanzo tu tamaño, tu altura, tu porte, ni siquiera los nietos; te gustaba andar a caballo, ¡yo quiero ir a caballo!, galopando por las chacras, las rondas, los empedrados, las calles terrenas, por Cerro Viejo; hoy colmado por urbes migrantes.

El hijo engreído de la Filomena, hoy la calle donde vivías lleva su nombre, que socapaba los actos errados de su hijito ante el pater familias; no sé si derrochador pero sí mano suelta, amiguero de los no amigos, tan bonachón, que te ofrecías de aval para que los “no amigos” se aprovecharan de tu nobleza, inmerecidos de tu amistad, se endeudaron a costa tuya ¿te lo pagaron?, si supieras las consecuencias que le trajo a tu mujer esas deudas.

Recuerdo las visitas al cementerio La Apacheta, donde descansas y descansarán todos los tuyos, esas visitas multifamiliares después de la misa de cumpleaños o defunción (se extrañan esos tiempos), eran interminables esos viajes al cementerio, parado en la tolva de la camioneta, rodeado de paisajes que hoy son cimientos de concreto, caminar por ese laberinto de nichos, viendo como los árboles mueren de pie, y al salir, los anticuchos, los buñuelos, los helados o mejor vámonos a Tingo!

En mi vaguedad y en mi saber es poco lo que verdaderamente podría decir de ti, las palabras que se deslizaron a mis oídos te tildaron de deudor, tu señora mes a mes, año tras año, pagaba tus famosos avales, sólo un caballero le rompió el pagaré y le dijo: señora usted no me debe nada.

Una madrugada la puerta se abrió de golpe, te paraste a cerrarla, ¿ya te buscaba la muerte?, días después te subías a un colectivo que nunca te llevaría al centro, conduciéndote a tu destino final, el puente del diablo (hoy puente Juan Pablo II) cobró una nueva víctima, era el caballero Juan, hijo de Don Luis Lozada.

El admirado por sus hijos, que lo acompañaban a rondar el agua, tú los inculcaste y formaste para bien, el enamorado que se robo a la Judith para llevársela a las chacras, el que se enternecía al mirar a su reinita, ¡que nadie la toque!, recién te adaptabas a tu princesita, recién meses de nacida, y la dejaste huérfana, sin padre que la defienda en la vida, sin padre que la engría, sin padre que le dé su primer beso de amor.

Los dejaste a todos, te marchaste sin avisar, me dejaste con las ganas de decirte papá Juan, dejaste una viuda eterna, dejaste una prole naciente, dejaste una madre hecha pedazos (nunca se recuperó), dejaste un mundo terrenal. No quiero pensar que hubieran sido estos años si tu existencia permanecería, no estuvo y jamás sabremos si fue para mejor o no, tan solo son cincuenta años de tu partida anticipada, de tu marchar maleducado, de tu descanso permanente, cincuenta años bajo tierra, mejor dicho, en tu tierra.



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